1ª lectura: Hechos de los Apóstoles 14,5-18; Salmo 115(113B),1-2.3-4.15-16; Evangelio según San Juan 14,21-26.
Queridos/as
hermanos/as:
¡Qué
bueno es Dios!, que nos ama tanto, y eligió habitar entre nosotros.
Es
esto lo que Jesús explica a sus discípulos. Quien ama a Dios y observa sus
mandamientos -y recordemos que para Jesús el mandamiento más importante es el del
amor, el de amar a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a
nosotros mismos- recibe la visita de Dios, quien además se queda a habitar en
el corazón del creyente.
¡Qué
bueno es Dios!, entonces, que aceptándonos tal como somos, con nuestros
defectos y virtudes viene a habitar con nosotros. Aunque muchas veces nos
sintamos lejos de Dios, no es Él el que se aleja: experimentamos la lejanía, o
por el pecado que daña nuestra relación con Él y nuestros hermanos, o porque
nos falta crecer en fe y confianza en Él, o porque el mal espíritu busca
alejarnos de Dios. Pero lo verdadero es que Dios habita en medio de su pueblo y
no nos abandona nunca. Y si alguien preguntara como le preguntaban al salmista,
“¿dónde está tu Dios?”, la respuesta es “mira la Cruz”, Él eligió estar a
nuestro lado, se hizo solidario con nuestros dolores y heridas, y amándonos
hasta la muerte y muerte de Cruz, nos reconcilió con Dios. Y esta verdad es tan
real, tan definitiva, que debe ser motivo de esperanza para todos: aunque por
momentos veamos todo oscuro, aunque por momentos el sufrimiento nos doblegue,
aunque parezca que el mal triunfa, es el Amor en Cruz madurado el que tiene la
última palabra. La Resurrección de Jesús es el gran sello de esta Buena Noticia
de esperanza. Al final, es el bien el que triunfa.
Sabemos
que permanecer en su amor no es fácil. Sabemos cuán difícil se hace amar a
nuestros hermanos; cuán difícil se hace aceptar las diferencias, cuán difícil
es amar como Él amó. Pero también sabemos que no estamos solos. Dios nos envió
su Espíritu Santo, para ayudarnos en nuestra misión, para comprender la
profundidad del amor de Dios y seguir creciendo en la fe. Este mismo Espíritu
Santo es el que permitió que Pablo y Bernabé hicieran milagros como hacía
Jesús, y al mismo tiempo, los protegió de no confundirse con el aplauso de la
gente y de creer que lo que producían era por su carisma personal.
A
este Dios que es tan bueno con nosotros le vamos a pedir que nos ayude a ser
cada vez más conscientes de su amor. Y a María, nuestra Madre, que nos ayude a
amar a los demás al estilo de su Hijo.
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