Comentarios a las lecturas de la Misa diaria.

sábado, 23 de mayo de 2015

Pentecostés.

1ª lectura: Hechos de los Apóstoles 2,1-11; Salmo 104(103),1ab.24ac.29bc-30.31.34; Carta I de San Pablo a los Corintios 12,3b-7.12-13; Evangelio según San Juan 20,19-23. 

Queridos/as hermanos/as:
¡Qué bueno es Dios!, que nos ama tanto, que nos envía su Espíritu Santo que nos sostiene en la fe y nos ayuda a comprender las enseñanzas de Jesús.

Hoy celebramos la Solemnidad de Pentecostés, el día en que el Espíritu Santo hace sentir su presencia en los Apóstoles y en toda la Iglesia.

Una vez más celebramos que Dios cumple sus promesas. Hoy cerramos el tiempo de Pascua, en que celebramos el cumplimiento de la gran Promesa hecha a nuestros primeros padres cuando pecaron y rompieron la comunión de Dios, la Promesa de que enviaría un Salvador que sanara nuestras heridas. En Jesús, Dios se hizo uno de nosotros, y por su fidelidad nos salvó; por su Cruz y Resurrección sanó todas nuestras heridas. El domingo pasado celebramos su regreso junto al Padre.
Durante tres años transmitió sus enseñanzas a los discípulos, pero ellos no comprendían muchas de sus palabras. Jesús les prometió que enviaría su Espíritu, que les enseñaría la verdad completa.

Una vez más, hoy Jesús cumple sus promesas, y es formidable ver cómo el Espíritu Santo renueva la vida de estos discípulos; cómo los convierte de personas que no comprendían mucho a personas que descubrieron la profundidad del Evangelio; de personas encerradas por miedo a valientes misioneros de Jesús y su Reino.
No en vano se eligieron como representación del Espíritu al fuego que quema y purifica, al viento que sopla donde quiere y mueve. Con razón el salmista exclama: "Señor, Dios mío, ¡qué grande eres!

Este mismo Espíritu nos regaló la fe, y llena la Iglesia con sus dones, nos permite creer en Jesús y nos sostiene en la esperanza.

Vamos a dar gracias al Señor por regalarnos su Espíritu y le vamos a pedir que nos ayude a ser dóciles a Él. Y a María, nuestra Madre que nos ayuda, ella que mantuvo a la comunidad de los apóstoles unidos en oración a la espera del Espíritu, ella que escuchó y obedeció, nos ayude a estar abiertos al Espíritu, de manera que podamos decir: "Envía, Señor, tu Espíritu. Renueva nuestra vida, renueva la faz de la tierra.

viernes, 15 de mayo de 2015

Ascensión del Señor.

1ª lectura: Hechos de los Apóstoles 1,1-11; Salmo 47(46),2-3.6-9; Efesios 4,1-13; Evangelio según San Marcos 16,15-20.

Queridos/as hermanos/as:
¡Qué bueno es Dios!, que nos ama tanto, que prometió estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. ¡Qué bueno es Dios!, que es fiel a sus promesas.

Celebramos hoy la Ascensión del Señor, el Regreso de Jesús junto al Padre, un nuevo cumplimiento de la Promesa.

Como he dicho otras veces, el plan de Dios para la humanidad es un plan de felicidad en comunión con Él y con los hermanos. Pero nuestros primeros padres se hicieron otro proyecto y rompieron la comunión con Dios, hecho que conocemos con el nombre de pecado original. La ruptura de la relación con Dios trajo como consecuencia la ruptura de las demás relaciones: entre los seres humanos; entre el ser humano y la Creación; y del ser humano consigo mismo. Nuestra naturaleza quedó herida. Pero inmediatamente, Dios promete el envío de un Salvador que sanará todas las heridas. Ésta es la gran Promesa que Israel esperará durante mucho tiempo. 

Esta Promesa se cumplió definitivamente en Jesús. En Él, Dios se hizo uno de nosotros, igual en todo, menos en el pecado; y siendo fiel al proyecto de amor del Padre hasta la muerte y muerte de Cruz, nos reconcilió con Dios, sanó todas nuestras heridas y nos abrió el camino de salvación. Y Dios lo resucitó al tercer día, cumpliendo sus promesas.

Con la Ascensión se cierra el círculo, que hermosamente describió san Pablo en su Carta a los Filipenses: “Jesucristo, siendo de condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a si mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para gloria de Dios Padre” (Fil 2,6-11). Jesús salió del Padre, se hizo igual a nosotros, nos salvó, volvió al Padre, y ahora nos espera, preparándonos un lugar para ir con Él.

Jesús nos sanó y salvó; en Él Dios cumplió todas sus promesas. Pero nos salvó para vivir en comunión con Él y nuestros hermanos, porque el amor sano sólo sabe vivir comunicándose. Por esto leímos en el evangelio de Mateo, cómo Jesús envió a sus discípulos a todo el mundo a anunciar las obras de su amor. También a nosotros nos envía a ser mensajeros de su amor hacia tantos hermanos que viven angustiados, sin sentido, en oscuridad, y necesitan saber cuánto los ama Dios.

Es cierto que esta misión no es fácil, y muchas veces nuestros propios problemas nos paralizan, pero, como leímos en los Hechos de los Apóstoles, Jesús nos prometió enviar la fuerza del Espíritu Santo, para ser sus testigos en todo el mundo. El cumplimiento de esta promesa la celebraremos el próximo domingo, en Pentecostés.

A este Dios que nos ama tanto, vamos a pedirle que nos ayude a tomar conciencia del cumplimiento de sus promesas en nuestra vida, y a María, primera misionera de su amor, que nos ayude a tener la valentía de anunciar a nuestros hermanos cuánto nos ama Dios.

martes, 12 de mayo de 2015

Domingo VI de Pascua.

1ª lectura: Hechos de los Apóstoles 10,25-26.34-35.44-48; Salmo 98(97),1.2-3ab.3cd-4; Epístola I de San Juan 4,7-10; Evangelio según San Juan 15,9-17.

Queridos/as hermanos/as:

¡Qué bueno es Dios!, que nos ama y nos acepta tal como somos, y así, nos llama y nos envía a dar mucho fruto.

Leemos hoy en el Evangelio la continuación del texto del "La vid verdadera", que comenzamos el domingo pasado. 

En aquél se nos decía que Jesús es la planta principal y nosotros las ramas, por lo tanto, sólo producimos frutos si nos permanecemos unidos a Él.

Hoy encontramos el complemento de aquella enseñanza. La clave para permanecer unidos a Jesús es vivir el mandamiento del amor, es decir:  "Amense los unos a los otros, como yo los he amado". En el texto original, escrito en griego, la palabra traducida por "como" puede significar también "porque". De esta manera también se podría leer "Amense los unos a los otros, porque yo los he amado", lo que estaría indicando que la exigente tarea de amar a todos nuestros hermanos es posible porque Él nos amó primero; su amor es fuente de nuestro amor y lo sostiene.

Existe también en el texto de hoy otra frase que merece ser meditada: "No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes". Él nos acepta tal como somos y nos elige. En esto comprendemos lo que decía Pedro en la primera lectura de que "Dios no hace acepción de personas".

Dios nos elige y nos envía a dar mucho fruto, y estos frutos agradables a Dios, según San Juan, consisten en vivir el mandamiento del amor. Por esto, complementa la enseñanza del Evangelio en su primera Epístola. En ella define a Dios como el origen del amor. "Dios es amor". Él nos amó primero. Y si alguien duda del amor de Dios, San Juan nos invita a mirar la Cruz: "Así Dios nos manifestó su amor: envió a su Hijo único al mundo, para que tuviéramos Vida por medio de él... envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados". 

Con razón el salmista nos invita a cantar al Señor, porque su amor es fiel y hace maravillas en nosotros.

A este Dios tan bueno, vamos a pedirle que nos regale crecer en el amor, y para ello, crecer en la conciencia de cuán profundamente somos amados por Él. Y a María, Madre del Amor, que nos ayude a ser dóciles al Espíritu, para poder amar a nuestros hermanos como Jesús ama.


1er. aniversario de mi 1ª Misa.

Homilía de mi primera Misa.

Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 11,1-18; Evangelio: Juan 10,11-18.

Queridos/as hermanos/as:
¡Qué bueno es Dios!, que nos ama tanto y nos acepta tal como somos. ¡Qué bueno es Dios!, que nos llama a todos y nos encarga una misión. ¡Qué bueno es Dios!, que por amor es capaz de regalarle a un hombre simple como yo la posibilidad de actuar como sacerdote en la persona de su Hijo.

Como Jesús dijo: “He deseado ardientemente celebrar esta Pascua con ustedes”. Parece que fue ayer cuando recorría el colegio de túnica blanca junto a mis alumnos/as. Parecía tan lejos el día en que vistiese esta otra túnica blanca. En aquel momento, yo enseñaba como maestro. Hoy, yo enseño al Maestro, es decir, intento que los demás se acerquen al verdadero Maestro, el único capaz de sanarnos y salvarnos.

La imagen de maestro para mí fue traducción de la imagen de pastor de la época de Jesús. En aquel tiempo, el pastor cuidaba a las ovejas, las conocía una por una, iba delante o detrás del rebaño según el territorio. Hoy cuando uno dice pastor, alguno piensa en un alambrado con electricidad. Creo que la imagen de maestro nos ayuda a entender la del pastor que utilizó Jesús. 

El maestro está llamado a dar la vida por sus alumnos/as, a conocerlos/as por su nombre, a saber la realidad que viven, detectar los peligros que acechan a cada uno/a, busca que lo que enseña sea como pastura tierna, fácil de digerir. Pero también el maestro puede actuar sólo como un asalariado, alguien que cumple el horario y cobra el sueldo, como el pastor asalariado de la parábola, que sólo se preocupa de sí, y es capaz de abandonar a las ovejas ante el peligro.

Jesús es el Buen Pastor: es el buen Maestro. Él dio su vida por nosotros, nos conoce a cada uno, y con infinito amor y paciencia nos va enseñando durante el camino de la vida.
Este Buen Maestro llamó a este maestro que les habla, a dejar aquella túnica y tomar esta otra, a dejar de ser yo maestro para anunciarlo a Él, Buen Maestro.

Al principio fue muy difícil dejar esta comunidad, este colegio que amo tanto. Pero sentí que decirle no a su llamado era negarme a mí mismo. Él se encargó de darme las fuerzas necesarias para seguir adelante, y llegar a ser hoy su sacerdote. 

En el camino, me fue hablando al corazón; me fue presentando nuevos hermanos, fue agrandando mi corazón, y fue haciéndome descubrir que lo que más importa para ser su sacerdote no son mis capacidades, sino, el dejarlo actuar a Él a través de mí.
También me enseñó que sólo no puedo llegar “ni a la esquina”, que necesito de su ayuda constante, pero también de la ayuda de mis hermanos/as, que me sostienen con su oración, su consejo y cariño. A Él, y a ustedes, les estoy muy agradecido por aceptarme tal como soy, con mis defectos y virtudes.

Le pido que me regale ser fiel a la vocación que me regaló, y que nos regale a todos su cercanía y el sentirnos muy amados por Él. A María, Nuestra Señora de los pobres, le pido que me ayude a estar siempre cerca de su Hijo, y que a todos nos proteja como Madre; que nos ayude a creer y confiar más en Aquél que es el Buen Maestro, el Buen Pastor. 

lunes, 11 de mayo de 2015

Mensaje con motivo de mi primer aniversario sacerdotal.

Queridos/as hermanos/as:

¡Qué bueno es Dios!, que nos ama y nos acepta tal como somos, y nos regala ser ministros de su amor.

Aunque aún me cuesta creerlo, ya hace un año que recibí el regalo de la Ordenación Sacerdotal, y de que llegara a ser lo que soñé y discerní que era la vocación que Dios había pensado para mí. Desde entonces tengo el privilegio de observar "en primera fila" las maravillas que Dios obra en la vida de cada uno de nosotros a lo largo de toda la vida.

He tenido la oportunidad de compartir las más hondas alegría y tristezas de mis hermanos; y de acompañarlos, desde la celebración de la vida nueva en el Bautismo, la alegría de la Primera Comunión de niños y adolescentes, el poder sanador del sacramento de la Reconciliación, el inicio de un proyecto de vida en pareja en la celebración del matrimonio, la presencia del Dios tierno y fiel que visita a los hermanos enfermos, y que les da una bendición en los últimos instantes de esta vida. También he podido compartir una palabra de esperanza en el momento de la partida de hermanos a la casa del Padre. Me he sentido pleno en mi labor como sacerdote, y amo especialmente celebrar la Eucaristía. En ella, me propuse comenzar cada homilía con la frase "¡Qué bueno es Dios", porque creo que en este momento nuestra gente necesita este anuncio, de un Dios que es bueno, que nos ama más que nadie, que nos acepta tal como somos, y que quiere nuestra felicidad. Solo después de tener estos conceptos claros es posible profundizar en el camino de seguimiento de Jesús.

También he tenido la oportunidad de acompañar una comunidad liceal, que me hizo reencontrar con mi vocación de educador, pero que también ha traído sus preocupaciones, desde las personales de los gurises, hasta la diferencia en lo que creo que es educación cristiana frente a un sistema al que le importa más la eficiencia empresarial. Como no sé vivir sin dar todo, y como no creo en la separación de lo "estrictamente profesional" y lo "estrictamente sacerdotal", las preocupaciones que vivo en este ámbito me han influido en mi labor pastoral, y no pocas veces me han impedido disfrutar al máximo mi ser sacerdote.

Pero cada encuentro personal con mis hermanos, y que ellos sientan que a través de esta vasija de barro se pueden encontrar con el tesoro del amor de Dios, vale la renovación del Sí, quiero ser sacerdote, cada día, frente a cada situación.

A este Dios tan bueno, que muestra su bondad y fortaleza en nuestra debilidad, le pido que me regale ser fiel a esta vocación que me regaló, y a ser digno testigo de su amor. Y a María, nuestra Madre que nos ayuda, que interceda por mí para que pueda vivir mi lema: "Dios me libre gloriarme si no es en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo".

jueves, 7 de mayo de 2015

Jueves de la semana V de Pascua.

1ª lectura: Hechos de los Apóstoles 15,7-21; Salmo 96(95) 1-2a.2b-3.10; Evangelio según San Juan 15,9-11.

Queridos/as hermanos/as:

¡Qué bueno es Dios!, que nos ama tanto, y quiere que seamos plenamente felices.

Hoy Jesús nos manifiesta cuánto nos ama, con el mismo Amor con que Padre e Hijo se aman, en el Espíritu Santo. Somos amados como Dios Padre ama a su Hijo, y como el Hijo ama al Padre; este amor no es otro que el mismo Espíritu Santo. Con este mismo Amor somos amados. Esta es nuestra más verdadera identidad, la de seres profundamente amados por Dios. Si fuésemos realmente conscientes de lo que  esto significa, toda nuestra vida cobraría un nuevo sentido, y todas nuestras heridas afectivas se verían sanadas.

Pero en lo cotidiano muchas situaciones nos llevan a pensar lo contrario: que somos un “accidente de la vida”; que somos inservibles; que no valemos; nos sentimos despreciados, rechazados, en definitiva, poco amados. Esto nos lleva a sentirnos angustiados, solos, y a enfermarnos de depresión. Finalmente, el no sentirnos amados nos lleva a preguntarnos qué sentido tiene existir. Jesús es el único que puede sanarnos definitivamente, si nos hacemos conscientes de su amor, si descubrimos esta verdad: somos profundamente amados. Pero el mensaje de Jesús no es un mensaje de autoayuda, donde lo que importa es la sanación personal, sino que, como el amor sano solo sabe vivir comunicándose, el sabernos amados nos debe llevar a amar más y mejor a nuestros hermanos. Sabemos lo difícil que puede resultar practicar esto con algunas personas, pero se hace posible si permanecemos en el Amor de Jesús, y nos alimentamos de Él. Sólo amando como Jesús ama vamos a alcanzar la más completa felicidad a la que todos estamos llamados.

A este Dios que es tan bueno vamos a pedirle que nos ayude a tomar cada vez más consciencia de su amor y a María, nuestra Madre, que nos ayude a permanecer en el amor de su Hijo y amar como Él ama.

viernes, 1 de mayo de 2015

Domingo V de Pascua.

1ª lectura: Hechos de los Apóstoles 9,26-31; Salmo 22(21),26b-27.28.30.31-32; Epístola I de San Juan 3,18-24; Evangelio según San Juan 15,1-8.

Queridos/as hermanos/as:

¡Qué bueno es Dios!, que es fiel al amor que nos tiene, y por eso, es "el que permanece" por excelencia.

Este verbo, permanecer, es el favorito en la Biblia para hablar de Dios, es el verbo que mejor lo describe. Dios es el que permanece: porque es eterno, porque existió, existe y existirá siempre; también porque es el Fiel por excelencia: permanece junto a nosotros, a pesar de nuestro pecado, nuestras infidelidades, nuestras traiciones, etc. Como dice el Señor en la profecía de Isaías: “aunque la madre se olvide de sus hijos, yo no me olvidaré de ti” (Is 49,15). Él no nos abandona. Somos nosotros lo que muchas veces nos alejamos de Él, y por eso experimentamos su lejanía.

Por esto Jesús nos propone, en el ejemplo de la vid, permanecer unidos a Él como las ramas al tronco, para recibir de Él la Gracia para tener una vida plena. Sólo unidos a Él podemos dar los frutos que Dios espera. No es al revés. No es que hay que hacer cosas que nos hagan merecer estar unidos a Jesús, sino que, hay que permanecer unidos a Jesús para que lo que hagamos sea de acuerdo a su Voluntad, para que lo que hagamos dé frutos de amor.

El evangelista complementó las enseñanzas de este texto con su primera Epístola. Decía antes que "no es que hay que hacer cosas que nos hagan merecer estar unidos a Jesús, sino que, hay que permanecer unidos a Jesús para que lo que hagamos sea de acuerdo a su Voluntad". Pero a esta enseñanza hay que agregar que no sólo hay que permanecer unidos a Jesús de palabra, sino también de obra, porque como dirá en otro pasaje, "no puedo decir que amo a Dios sin amar a nuestros hermanos". La clave para permanecer en Él, es vivir el mandamiento del amor.

Los Apóstoles nos dan testimonio de esta comunión con Jesús, la vid verdadera. Hoy leímos el testimonio de Saulo y Bernabé. Bernabé es esa persona que cumple fielmente su misión, y se retira en silencio con la conciencia de que "somos siervos que no hacían falta, hemos hecho lo que debíamos hacer". Fue el encargado de ayudar al joven Saulo a hacer el proceso de discipulado luego de su encuentro con Jesús Resucitado que lo convirtió en el San Pablo, el Apóstol de las naciones. San Pablo nos dará testimonio de que "ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor."  

No obstante, aún hoy nuestra fe necesita una poda de vez en cuando. Muchas veces empezamos a acomodar a Dios, al Evangelio, a las enseñanzas de su Iglesia de acuerdo a nuestras ideas. De vez en cuando es bueno que nuestras ideas entren en crisis y volvamos a la fuente, a la fe verdadera que nos trasmite Jesús en el Evangelio a través de su Iglesia.

Sólo manteniéndonos unidos al tronco, que es Jesús, podremos recibir la savia, su Gracia, que nos permita tener una vida plena, y producir frutos de amor agradables al Padre.

A Él le pedimos que nos regale seguir creciendo en la fe; y a María, nuestra Madre, que nos ayude a permanecer unidos a su Hijo, como los sarmientos a la vid.