Comentarios a las lecturas de la Misa diaria.

sábado, 21 de febrero de 2015

Otras veinte razones.

¡Qué bueno es Dios!, que:


Domingo I de Cuaresma, Ciclo B.

1ª lectura: Génesis 9,8-15; Salmo 24,4bc-5ab.6-7bc.8-9; 2ª lectura: primera carta del apóstol san Pedro 3,18-22; Evangelio según san Marcos 1,12-15.

Queridos/as hermanos/as:

¡Qué bueno es Dios!, que, en Jesús se hizo uno de nosotros igual en todo, menos en el pecado, y nos demostró que a pesar de nuestra debilidad es posible ser fiel al Proyecto de Dios.

Celebramos el primer domingo de Cuaresma, este tiempo favorable, en palabras de San Pablo, para reconciliarse con Dios y nuestros hermanos.

En este domingo meditamos el fragmento del Evangelio que nos relata las tentaciones de Jesús, en su versión más reducida, la de Marcos. Los biblistas nos invitan a comprender este texto con dos claves. La primera: estos cuarenta días de Jesús en el desierto son la actualización de los cuarenta años del pueblo de Israel camino por el desierto hacia la tierra prometida; allí el pueblo cayó en la tentación y murmuró contra Dios y su enviado Moisés. Jesús, modelo del Nuevo Pueblo de Dios, vence las tentaciones y es fiel. La segunda: este texto no relataría un momento puntual, sino que, describiría las tentaciones presentes a lo largo de toda la vida de Jesús. Esta última explicación valdría mejor para los textos paralelos en Mateo y Lucas. En cualquiera de los casos, este texto nos enseña que es posible vencer las tentaciones, porque Jesús las venció siendo igual a nosotros. Nosotros estamos expuestos a las mismas tentaciones que nos ofrecen gratificación a corto plazo -poder, poseer, narcisismo, éxito, etc.- pero que nos paralizan en la búsqueda de la felicidad y nos alejan de Dios.

Gracias a su fidelidad, Jesús nos liberó de nuestros pecados, como nos lo recuerda el fragmento de la carta de San Pedro que leímos. Él es el fiel por excelencia, Él es el único que no nos falla ni nos falta. Aunque nosotros nos alejemos de Él con nuestros pecados, Él nunca nos abandona, porque como dice el salmista, su amor y compasión son eternos, Él "muestra el camino a los extraviados; él guía a los humildes para que obren rectamente y enseña su camino a los pobres".

A este Dios que es tan bueno, le vamos a pedir junto al salmista, que nos guíe por el camino de la fidelidad y nos regale la gracia necesaria para vencer las tentaciones; y a María, nuestra Madre que nos ayuda, la mujer fiel por excelencia, le vamos a pedir que en esta cuaresma nos regale un corazón dócil para que podamos cumplir con el mandato que nos dejó en las Bodas de Caná: "Hagan lo que Él les diga".

miércoles, 18 de febrero de 2015

Miércoles de ceniza.

1ª lectura: Joel 2,12-18; Salmo 51(50),3-4.5-6a.12-13.14.17; 2ª lectura: Carta II de San Pablo a los Corintios 5,20-21.6,1-2; Evangelio según San Mateo 6,1-6.16-18.

Queridos/as hermanos/as:

¡Qué bueno es Dios!, que nos regala un tiempo propicio para la reconciliación.

Comenzamos hoy el tiempo de Cuaresma, estos cuarenta días de preparación antes de la Pascua, un tiempo propicio para revisar nuestra vida y buscar la reconciliación con Dios y nuestros hermanos. Es un tiempo de preparación, de reflexión y de aprendizaje. La Iglesia nos ofrece no sólo la escucha de la Palabra de Dios, sino también tres gestos concretos, que nos ayuden a externalizar nuestro proceso: el ayuno, la limosna y la oración. Como leímos en el Evangelio, son los tres gestos de los que habla Jesús; pero también escuchamos de Él la recomendación de que estos gestos sean para ofrecércelos a Dios, y no para que los demás digan "¡qué santo es!". Nuestro Padre, que ve en lo secreto conoce nuestras intenciones, y como dice el libro de Joel, quiere que cambiemos el corazón y no las vestiduras.

Es un tiempo para identificar aquellas prácticas que van en contra del Proyecto de Dios (la felicidad plena o salvación), es decir, para descubrir el pecado en nuestra vida. El pecado es aquello que hacemos intencionalmente, con plena conciencia, de que estamos rompiendo nuestra relación con Dios, con nuestros hermanos, con la Creación o con nosotros mismos. Como ya dije, si bien el pecado muchas veces nos reporta pequeñas gratificaciones inmediatas, nos aleja de la verdadera felicidad, y nos paraliza en el camino de conseguirla. Hacer un examen de conciencia, y reflexionar sobre nuestro pecado, lejos de ser una práctica masoquista, es ya el inicio de la sanación, ya que, identificar nuestros problemas es ya "medio camino" para la sanación. Una vez identificados, pedimos perdón por ellos, tratamos de identificar qué cosas están "en la raíz"y nos llevan al pecado, y pedimos la gracia necesaria para sanar y no volver a caer en ellos. Aún, esto no alcanza.

La naturaleza humana pide signos concretos y visibles del perdón. Nuestro Dios, conociéndonos a fondo, en su infinito amor, y de acuerdo a la pedagogía de la Encarnación, nos dejó en la Iglesia signos concretos y visibles de su amor y perdón: los sacramentos. El sacramento de la Reconciliación responde a nuestra necesidad y a la pedagogía de Dios. Además, no existe pecado que no dañe a la comunidad, ya que, por el Bautismo, formamos un Cuerpo. La frase "yo le confieso mis pecados solo a Dios", refleja una actitud que no nos sana, sino que al contrario, muchas veces se convierte en "una vía libre" para seguir haciendo aquello que rompe nuestra relación con Dios, lastima a la comunidad y nos aleja de la felicidad. También se dice no querer confesar los pecados a un hombre tan pecador como uno; pero es Dios, el que, teniendo en cuenta nuestra naturaleza y por la pedagogía de la Encarnación estableció el Sacerdocio, para que, hombres comunes y pecadores actúen en la Persona de Cristo. Es la Persona de Cristo quien escucha nuestra confesión y nos otorga el perdón, a través de la voz humana y concreta del hombre sacerdote, y por el Sacramento de la Reconciliación, actualizamos en nosotros los efectos de la Cruz, es decir, de ese amor hasta el extremo de Jesús que reconcilió todas las cosas consigo.

La Cuaresma es, en palabras de San Pablo, un tiempo favorable, para "dejarnos reconciliar con Dios", Él que, en palabras de Joel, "es bondadoso y compasivo, lento para la ira y rico en fidelidad".

A este Dios que es tan bueno, vamos a pedirle que nos regale la gracia necesaria para buscar la reconciliación; y a María, nuestra Madre que nos ayuda, le vamos a pedir que tengamos un corazón atento a la Palabra del Señor, la única Palabra que sana y salva.

domingo, 15 de febrero de 2015

Domingo VI del Tiempo Ordinario, ciclo B.

1ª lectura: Levítico 13,1-2.44-46; Salmo 32(31),1-2.5.11; Carta I de San Pablo a los Corintios 10,31-33.11; Evangelio según San Marcos 1,40-45.

Queridos/as hermanos/as:

¡Qué bueno es Dios!, que en Jesús nos sana de nuestras lepras, es decir, de todo aquello que nos impide estar en plena comunión con Dios y nuestros hermanos.

Hoy contemplamos otra hermosa escena del evangelio, contemplamos un encuentro que cambia una vida.
De un lado, el leproso: marginado por excelencia en el tiempo de Jesús. Sabemos que la lepra es una enfermedad de la piel muy contagiosa, y la ley de Moisés, como leímos en el Levítico, prescribía que las personas que sufrían esta enfermedad debían vivir apartadas de los demás, vestir harapos, y por si fuera poco, gritar "impuro, impuro", como para decir "no se me acerquen". No sólo eran marginados, sino que se veían obligados a "proclamar" su marginación. Podemos imaginar cuánto sufrimiento vivía esta persona. Ve a Jesús, y le dice: "si quieres, puedes limpiarme".
De otro lado está Jesús, que al verlo se conmueve, y una vez más rompe las fronteras que rompen la comunión. Se acerca a aquél al que nadie se le puede acercar, toca a quién nadie se atreve a tocar, devuelve la dignidad de persona a quién se sentía un animal salvaje y herido.  Jesús se conmueve, se pone en el lugar del otro, decide actuar, y lo sana.

Al finalizar este encuentro parece que los roles se invierten. Jesús le había pedido al hombre, ahora limpio, que se presentara a los sacerdotes y no contara a nadie lo sucedido, pero frente a tan maravilloso milagro, el hombre lo contó a todos. El que antes era marginado y vivía en el desierto, luego de su encuentro con Jesús es integrado a la sociedad. Jesús, que antes recorría los pueblos, a partir de ahora deberá transitar lugares alejados.

Pero este texto nos permite hacer otro nivel de lectura. Si prestamos atención, en el fondo se nos presenta el misterio de la Cruz. El leproso es la humanidad que ha roto su relación con Dios y los demás. Jesús, en la Cruz asume nuestra lepra, y por su amor fiel hasta la muerte nos sana. Para eso debe atravesar la peor de las muertes. En la Cruz, es Él el que se convierte en el marginado por excelencia, y así nos devuelve la salud, reconciliando todas las cosas consigo.

Con razón el salmista expresa "me alegras con tu salvación", porque Él nos ha absuelto de nuestras culpas, nos ha liberado de nuestras faltas y perdonado nuestro pecado; y por eso, invita a alegrarse en el Señor, regocijarse y cantar con alegría.

A este Dios que es tan bueno, le vamos a pedir que nos sane de todo aquellos que rompe nuestra comunión con Él y nuestros hermanos; y a María, nuestra Madre que nos ayuda, ella que fue la primera misionera al visitar a Isabel, le vamos a pedirque nos ayude a ser misioneros de este amor que nos sana y salva. 

sábado, 7 de febrero de 2015

Domingo V del Tiempo Ordinario, ciclo B.

1ª lectura: Job 7,1-4.6-7; Salmo 147(146),1-2.3-4.5-6; Carta I de San Pablo a los Corintios 9,16-19.22-23; Evangelio según San Marcos 1,29-39.

Queridos/as hermanos/as:

¡Qué bueno es Dios!, que, como dice el salmista, sana a los que están afligidos y nos venda las heridas.

Las lecturas de hoy nos hablan de inquietud, aflicción, debilidad, y del Único que puede sanarnos y salvarnos de ellas: Jesús.

En la primera lectura nos encontramos con Job, paradigma del justo sufriente. Él encarna a todos aquellos inocentes que por diversas circunstancias sufren, y se preguntan por qué sufren si no han hecho nada malo, y por qué a tantos que hacen lo malo les va tan bien. Con exquisita visión psicoafectiva nos describe Job esos momentos en que nuestra vida parece una rutina vacía, un simple suceder de los días junto con noches cargadas de soledad y dolor. Cuántas personas se sentirán identificadas con este personaje de la Biblia. Si leemos el libro completo de Job, entendemos el misterio del justo sufriente, y que la teoría de la “recompensa terrena” no es verdadera. Sufrimos porque somos creaturas y no Dios, es decir, sólo Él es perfecto; nosotros vivimos las contingencias de seres imperfectos, expuestos a la enfermedad y la muerte. Sufrimos porque amamos, porque el amor implica salir de sí, renunciar a nuestros caprichos, a nuestras necesidades de satisfacción; sufrimos porque la otra persona seguirá siendo siempre un misterio inabarcable, que no podemos poseer. El sufrimiento es parte de la vida. La clave está en saber integrarlo, y buscar en Dios las fuerzas necesarias para atravesarlo y sanarlo.

El Evangelio nos muestra a Jesús sanando a la suegra de Pedro, a muchos enfermos y endemoniados. En Él se cumplen las palabras del salmista: Él nos reconstruye, sana nuestras aflicciones, nos venda las heridas, eleva a los que se sienten oprimidos. Él, en la Cruz, nos muestra su solidaridad con nuestros sufrimientos; Él sufrió como nosotros, sintió lo que nosotros sentimos; ya no es posible decir que estamos solos en el dolor, ya no es posible preguntar ¿dónde está  Dios?, porque Él está allí en la Cruz, a nuestro lado, sufriendo con nosotros, pero a diferencia de nosotros, Él tiene el poder de la Resurrección, Él es capaz de resucitarnos y sanar todas nuestras heridas. Él saca bienes de nuestros males y vida de nuestras muertes. Con razón dicen los discípulos: “todos te andan buscando”. El problema es que muchas veces lo buscamos en lugares equivocados, siguiendo expectativas equivocadas, y tardamos en darnos cuenta como San Agustín: ¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de tí aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti”.


A este Dios que es tan bueno, vamos a pedirle que nos ayude a sanar nuestras heridas; a María, nuestra Madre que nos ayuda, que como nadie supo mantenerse firme en la fe, vamos a pedirle que nos ayude a crecer en la fe, para poder atravesar las dificultades, y para poder hacernos como San Pablo, todo para todos.

lunes, 2 de febrero de 2015

Presentación del Señor.

Primera Lectura: Malaquías 3,1-4; Salmo Responsorial: 23; Segunda Lectura: Hebreos 2,14-18; Evangelio: Lucas 2,22-40.

Queridos hermanos, queridas hermanas:
¡Qué bueno es Dios!, que en Jesús vino a iluminar nuestras oscuridades.

¡Qué bueno es Dios! que, como dice la Carta a los Hebreos, en Jesús, se hizo uno de nosotros semejante en todo, menos en el pecado, y sanó  las heridas provocadas por el pecado original. Siendo uno de nosotros, experimentó nuestros dolores y sufrimientos, se hizo solidario con nosotros. Por esto, cuando pasemos por momentos de dificultad y nos preguntemos ¿dónde está Dios?, miremos la Cruz, y recordemos que Él está sufriendo con nosotros; que nuestras heridas y dolores son los suyos; y que Él se pone de nuestro lado y entiende nuestros sentimientos. Pero recordemos también que Él resucitó; sus heridas fueron sanadas aunque permanecen como estigmas; y que, entonces, Él puede sanar nuestras heridas.
Por esto, se entiende la inmensa alegría de Simeón y Ana, dos personas que esperaban el cumplimiento de la Promesa hecha a los primeros seres humanos: la Promesa de la llegada del Salvador.

Sin embargo, no todo es alegría para María. El Salvador tendrá que enfrentar el misterio de la libertad humana, tendrá que enfrentar el absurdo de ser incomprendido, rechazado, acusado, torturado y ejecutado por amar como Dios ama. Esto será como un espada que atravesará el corazón de María. Por este motivo, es bueno destacar, una vez más, la actitud de fe de María: cómo ella fue siempre fiel a la Promesa y al anuncio del Ángel; cómo estuvo siempre al lado de Jesús, aún cuando por momentos no entendía el transcurrir de su vida; cómo, a pesar de todo lo que vivió y sufrió viendo a su Hijo en la Cruz, se mantuvo firme en la fe, y sostuvo a los discípulos unidos en oración; cómo, después de la Resurrección, reunió a aquella comunidad a la espera del Espíritu Santo.



Por todo esto, vamos a dar gracias a Dios por ser tan bueno, y vamos a pedirle que nos ayude a amarlo más y a confiar más en Él. Y a María, Maestra de la Fe, vamos a pedirle que nos ayude a tener una fe como la suya, que no se debilite en las dificultades, sino que se mantenga firme, confiando en Aquél que es la Luz de nuestras vidas.