1ª lectura: Isaías 50,4-9a; Salmo 69(68),8-10.21-22.31.33-34; Evangelio según San Mateo 26,14-25.
Queridos/as hermanos/as:
¡Qué bueno es Dios!, que nos ama a pesar de que tantas veces lo traicionamos, o nos alejamos de Él.
Estamos recorriendo el camino de Jesús y la comunidad de los discípulos hacia la Pascua. Hoy presenciamos cómo un integrante de la comunidad, uno de los Doce, planea entregar a Jesús a quienes querían matarlo. Otros preparan la Cena de Pascua, a pedido de Jesús. Así de heterogénea es la comunidad de los discípulos, así es nuestra comunidad.
Jesús aceptaba conscientemente la presencia de Judas en su comunidad, porque si Dios no lo amaba, ¿quién lo iba a hacer?, si Dios no le daba una oportunidad, ¿quién se la iba a dar? Judas es un misterio, como lo somos nosotros. Él presenció los milagros, vio a Jesús amando a todos, vio en Jesús un líder formidable; ¿cómo se puede traicionar a un hombre así? Dicen algunos estudiosos, que para Judas, Jesús tenía un defecto; no mostraba intención alguna de levantarse en armas contra el poder extranjero que los oprimía. Algunos dicen que la traición de Judas fue un intento desesperado de éste para que Jesús revelara todo su poder. Pero los caminos de Dios no son nuestros caminos. Si el supuesto deseo de Judas se hubiese cumplido, Jesús habría anulado nuestra libertad, no hubiese sido igual a nosotros en todo menos en el pecado, y no nos habría salvado. El plan de Dios era otro, y lo escuchamos el domingo en el hermoso himno de los Filipenses: “Jesús, siendo de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres”… Y siendo igual a nosotros en todo, menos en el pecado, fue fiel al proyecto de amor del Padre hasta la muerte y muerte de cruz. “Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: "Jesucristo es el Señor"”. Y siendo fiel a este proyecto de amor del Padre, nos salvó.
Judas es un misterio, como lo somos nosotros. Estoy cansado de escuchar que me digan: “yo no voy a la Iglesia porque hay gente que va y después critica a los demás, o no es buena gente, etc.”. Además de que esta clase de personas no es capaz de reconocer sus propios defectos, parecen no saber nada de Jesús, que vino a buscar y salvar lo que estaba perdido, que vino a sanar a los enfermos, y rescatar a los pecadores. Sí, la Iglesia está llena de pecadores, porque las únicas dos personas que no pecaron jamás fueron Jesús y María; el resto somos todos pecadores. Y cierto que hay pecados más graves que otros, pero todos, hasta el más privado, hiere nuestra relación con Dios, con los hermanos, conmigo mismo y con la Creación; todo pecado está en contra del proyecto de amor y felicidad del Padre por nosotros; todo pecado es, en cierta medida, una traición a Jesús.
Pero luego de reconocer que somos pecadores debemos inmediatamente recordar que el amor y la misericordia de Dios son infinitos. Jesús seguía amando a Judas, a pesar de su traición, fue Judas quien no le dio la oportunidad a Jesús de perdonarlo. Así también, el Padre nos está esperando para abrazarnos después de cada caída, y para darnos fuerza para no caer.
Jesús, por su fidelidad hasta la Cruz sanó todas nuestras heridas, y nos salvó. En los sacramentos nos hacemos beneficiarios de ese amor. En el sacramento de la Reconciliación, Jesús mismo nos espera para darnos su perdón, hacernos sentir su amor y darnos fuerza para seguir adelante. Aprovechar de celebrar este sacramento nos ayuda también a vivir en comunidad, porque el pecado la hiere, y el perdón la sana.
Pidamos al Señor que nos ayude a aceptarnos tal como somos y a no juzgar a los demás. Y a María, nuestra Madre, que nos ayude a seguir tomando conciencia que Jesús nos salvó para vivir en comunidad.
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