Queridos/as hermanos/as:
¡Qué bueno es Dios!, que nos ama y nos acepta tal como somos, y nos regala ser ministros de su amor.
Aunque aún me cuesta creerlo, ya hace un año que recibí el regalo de la Ordenación Sacerdotal, y de que llegara a ser lo que soñé y discerní que era la vocación que Dios había pensado para mí. Desde entonces tengo el privilegio de observar "en primera fila" las maravillas que Dios obra en la vida de cada uno de nosotros a lo largo de toda la vida.
He tenido la oportunidad de compartir las más hondas alegría y tristezas de mis hermanos; y de acompañarlos, desde la celebración de la vida nueva en el Bautismo, la alegría de la Primera Comunión de niños y adolescentes, el poder sanador del sacramento de la Reconciliación, el inicio de un proyecto de vida en pareja en la celebración del matrimonio, la presencia del Dios tierno y fiel que visita a los hermanos enfermos, y que les da una bendición en los últimos instantes de esta vida. También he podido compartir una palabra de esperanza en el momento de la partida de hermanos a la casa del Padre. Me he sentido pleno en mi labor como sacerdote, y amo especialmente celebrar la Eucaristía. En ella, me propuse comenzar cada homilía con la frase "¡Qué bueno es Dios", porque creo que en este momento nuestra gente necesita este anuncio, de un Dios que es bueno, que nos ama más que nadie, que nos acepta tal como somos, y que quiere nuestra felicidad. Solo después de tener estos conceptos claros es posible profundizar en el camino de seguimiento de Jesús.
También he tenido la oportunidad de acompañar una comunidad liceal, que me hizo reencontrar con mi vocación de educador, pero que también ha traído sus preocupaciones, desde las personales de los gurises, hasta la diferencia en lo que creo que es educación cristiana frente a un sistema al que le importa más la eficiencia empresarial. Como no sé vivir sin dar todo, y como no creo en la separación de lo "estrictamente profesional" y lo "estrictamente sacerdotal", las preocupaciones que vivo en este ámbito me han influido en mi labor pastoral, y no pocas veces me han impedido disfrutar al máximo mi ser sacerdote.
Pero cada encuentro personal con mis hermanos, y que ellos sientan que a través de esta vasija de barro se pueden encontrar con el tesoro del amor de Dios, vale la renovación del Sí, quiero ser sacerdote, cada día, frente a cada situación.
A este Dios tan bueno, que muestra su bondad y fortaleza en nuestra debilidad, le pido que me regale ser fiel a esta vocación que me regaló, y a ser digno testigo de su amor. Y a María, nuestra Madre que nos ayuda, que interceda por mí para que pueda vivir mi lema: "Dios me libre gloriarme si no es en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo".
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