1ª
lectura: Job 7,1-4.6-7; Salmo 147(146),1-2.3-4.5-6; Carta I de San Pablo a los
Corintios 9,16-19.22-23; Evangelio según San Marcos 1,29-39.
Queridos/as
hermanos/as:
¡Qué
bueno es Dios!, que, como dice el salmista, sana a los que están afligidos y nos
venda las heridas.
Las
lecturas de hoy nos hablan de inquietud, aflicción, debilidad, y del Único que
puede sanarnos y salvarnos de ellas: Jesús.
En
la primera lectura nos encontramos con Job, paradigma del justo sufriente. Él
encarna a todos aquellos inocentes que por diversas circunstancias sufren, y se
preguntan por qué sufren si no han hecho nada malo, y por qué a tantos que
hacen lo malo les va tan bien. Con exquisita visión psicoafectiva nos describe
Job esos momentos en que nuestra vida parece una rutina vacía, un simple
suceder de los días junto con noches cargadas de soledad y dolor. Cuántas
personas se sentirán identificadas con este personaje de la Biblia. Si leemos
el libro completo de Job, entendemos el misterio del justo sufriente, y que la
teoría de la “recompensa terrena” no es verdadera. Sufrimos porque somos
creaturas y no Dios, es decir, sólo Él es perfecto; nosotros vivimos las
contingencias de seres imperfectos, expuestos a la enfermedad y la muerte.
Sufrimos porque amamos, porque el amor implica salir de sí, renunciar a
nuestros caprichos, a nuestras necesidades de satisfacción; sufrimos porque la
otra persona seguirá siendo siempre un misterio inabarcable, que no podemos
poseer. El sufrimiento es parte de la vida. La clave está en saber integrarlo,
y buscar en Dios las fuerzas necesarias para atravesarlo y sanarlo.
El
Evangelio nos muestra a Jesús sanando a la suegra de Pedro, a muchos enfermos y
endemoniados. En Él se cumplen las palabras del salmista: Él nos reconstruye,
sana nuestras aflicciones, nos venda las heridas, eleva a los que se sienten
oprimidos. Él, en la Cruz, nos muestra su solidaridad con nuestros
sufrimientos; Él sufrió como nosotros, sintió lo que nosotros sentimos; ya no
es posible decir que estamos solos en el dolor, ya no es posible preguntar
¿dónde está Dios?, porque Él está allí
en la Cruz, a nuestro lado, sufriendo con nosotros, pero a diferencia de
nosotros, Él tiene el poder de la Resurrección, Él es capaz de resucitarnos y
sanar todas nuestras heridas. Él saca bienes de nuestros males y vida de
nuestras muertes. Con razón dicen los discípulos: “todos te andan buscando”. El
problema es que muchas veces lo buscamos en lugares equivocados, siguiendo
expectativas equivocadas, y tardamos en darnos cuenta como San Agustín: ¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan
nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te
buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú
creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de tí
aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y
clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi
ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y
ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que
procede de ti”.
A
este Dios que es tan bueno, vamos a pedirle que nos ayude a sanar nuestras
heridas; a María, nuestra Madre que nos ayuda, que como nadie supo mantenerse
firme en la fe, vamos a pedirle que nos ayude a crecer en la fe, para poder
atravesar las dificultades, y para poder hacernos como San Pablo, todo para
todos.
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