Comentarios a las lecturas de la Misa diaria.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Domingo XXIII del Tiempo Ordinario Ciclo A.

1ª lectura: Ezequiel 33,7-9; Salmo 95(94),1-2.6-7.8-9; Romanos 13,8-10; Evangelio según San Mateo 18,15-20. 

Queridos/as hermanos/as:

¡Qué bueno es Dios!, que nos ama con infinita misericordia, y nos enseña a amar de la misma manera y a ser misericordiosos como Él.

En el Evangelio que leemos hoy, Jesús nos enseña la “regla de la corrección fraterna”, es decir, la manera de ayudar a nuestros/as hermanos/as corrigiéndolos/as con el amor y la mirada de Dios. Se trata de ayudar a los /las hermanos/as a corregir las actitudes que van en contra de lo que Jesús nos pide, es decir, del mandamiento del amor, haciéndolo con la ternura de quién trata de hacer presente a Jesús. Algo práctico que nos puede ayudar en esta tarea es pensar decir las cosas como me gustaría que me las dijeran a mí.

Si el/la hermano/a hace oídos sordos, se convoca a otros dos testigos; si aún así no hace caso, se habla frente a la comunidad, y si aún así persiste en el error, se entiende que la persona desea excluirse de la comunidad, porque ha roto los lazos de comunión. Es que nuestra misión es anunciar, no obligar; o sea, debemos aceptar, muchas veces con dolor, que la otra persona en su libertad puede elegir permanecer en el error.

San Pablo nos recuerda que el criterio de discernimiento para corregir al otro es el mandamiento del amor, pues, quien ama, cumple el resto de la ley. Así, quien corrige con amor, no hace daño, sino que promueve al otro.

Quien actúa así se convierte como en un atalaya (en palabras del profeta Ezequiel) para los demás, se convierte en un testigo del amor, en un testigo de que vivir según lo que Jesús nos propone, no sólo es posible, sino que nos plenifica.

Por esto, el salmista nos invita a que no endurezcamos el corazón, que no nos cerremos al amor; porque Dios nos creó por amor, para amar y ser felices; nos creó y nos salvó para vivir en comunidad, porque Él mismo se nos manifestó como comunidad.

Sabemos bien que vivir en comunidad nos cuesta. Gracias a Dios somos todos distintos, pero a veces, cuando ponemos el acento en nuestras diferencias de manera negativa, se nos hace cuesta arriba la convivencia, surgen las peleas y las divisiones. La comunidad de apóstoles no estaba exenta de vivir esto; eran doce bien distintos, y hubo buenas discusiones entre ellos, pero, salvo Judas Iscariote, que no creyó en el amor y el perdón, el resto llegó, con la ayuda de Dios a la santidad. Esto para darnos cuenta de apreciar el aporte que cada uno/a hace a la comunidad desde su diferencia, y que este templo del Espíritu que es la comunidad no se construye con ladrillos geométricamente perfectos e iguales entre sí, sino, con piedras vivas, imperfectas, con rajaduras y debilidades, pero cada una de ellas con un valor inestimable que el mismo Dios le regaló, porque como dice Isaías: “somos valiosos a los ojos de Dios”.

A este Dios que es tan bueno, vamos a pedirle que sane nuestras heridas, que quite la dureza que a veces se hace lugar en nuestros corazones, y nos ayude a ser misericordiosos como Él; y a María, nuestra Madre que nos ayuda, que nos regale su ternura maternal cuando tengamos que corregir a nuestros/as hermanos/as; para que juntos podamos sentirnos cada vez más parte de una familia que Dios ha elegido y ama profundamente.

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