1ª Lectura: Primer libro de Samuel 16, lb. 6-7. 10-13a; Salmo 22, la. 3b-4. 5. 6 (R.: 1); Efesios 5, 8-14; Evangelio según san Juan 9, 1-41.
Queridos/as hermanos/as:
¡Qué bueno es Dios!, que por su gran amor, en Jesús vino a iluminar nuestras oscuridades, y
a curamos de nuestras cegueras.
Una vez más, al igual que el domingo pasado, el evangelio nos muestra otro cambio de vida, otra persona, al encontrarse con Jesús ve su vida transformada. También, este relato ejemplifica el dicho popular "no hay pero ciego que el que no quiera ver". Veamos:
El fragmento que acabamos de leer nos presenta a un ciego de nacimiento, y a continuación se nos explica la creencia del común de la gente que vivía en tiempos de Jesús: "si es ciego, es porque pecó él, o sus padres". Como he dicho en otras ocasiones, esta creencia se transformaba en discriminación. El ciego, el enfermo, el pecador manifiesto, se encontraban marginados de la vida social, pero también de la religiosa, no podían participar del culto, como diciendo, tampoco tienen derecho a relacionarse con Dios. Esta situación era aceptada tanto por los marginados como por el resto de la sociedad, porque no había movilidad social, cada uno debía conformarse con la situación que le tocó vivir. Por eso, Jesús, al relacionarse con estos marginados, realmente provocó una revolución, una revolución de amor, transformó las vidas de cada persona que se encontró con Él; amor fiel hasta la muerte, y muerte de Cruz.
Jesús empieza por derribar los prejuicios de la sociedad, y hace una revelación de su persona: "YO SOY la luz del mundo", la luz que viene a iluminar nuestras oscuridades, que nos ayuda a ver con los ojos de Dios, y como lo hace siempre, no sólo se revela de palabra sino también
de obra, y opera la curación del ciego.
Pero esta curación fue en sábado, día en que los judíos no trabajaban en recuerdo del 7° día de la Creación, y para los fariseos, celosos de la ley, hacer algo ese día era una falta grave, y por eso convocan al que había sido ciego a testificar. Se da un diálogo muy interesante, que tiene su momento cumbre en la expresión del que había sido ciego sobre Jesús: "Es un profeta". Los fariseos, al dudar de la ceguera del hombre convocan a sus padres, que "si lavan las manos", dejando al manifiesto la profunda soledad y marginación del que había sido ciego: "Es nuestro hijo, nació ciego, ¿cómo ve ahora?, no lo sabemos, pregúntenle a él que ya es mayor". Prefirieron excluir a su hijo que ser excluidos ellos de la sinagoga: ésta es la triste historia de tantos padres y madres que se desentienden de sus hijos/as, que prefieren satisfacer sus caprichos antes de ser verdaderos padres/madres.
Vuelven a convocar al que había sido ciego, buscando que dijese lo que ellos decían: "es un pecador". La respuesta es genial, es evidente: "No sé si es un pecador, sólo sé que yo era ciego y ahora veo". Esta respuesta deja en evidencia la real ceguera de los fariseos, que viendo, no querían ver, a pesar del evidente milagro de Jesús, siguen rechazándolo. Continúa el diálogo que termina con una genialidad del hombre sanado: "¿acaso ustedes también quieren hacerse discípulos de Jesús?; una genialidad que despertó en los fariseos lo peor de sí, y comenzaron a insultarlo. El hombre sano insiste, empujando aún más a los fariseos a su ceguera: "Si Jesús no viniese de Dios, no podría hacer los milagros que hace". La respuesta es un ejemplo de soberbia: "Naciste lleno de pecado y ¿querés enseñarnos a nosotros?, soberbia y mala intención, porque pretende herir al hombre sano, pretende que asuma de nuevo su condición de marginado, lo echan; mientras ellos asumen la posición de santos, de personas ya realizadas.
Queda un último paso: un nuevo encuentro con Jesús.
Jesús le había devuelto la vista física. El que había sido ciego había empezado a ver más allá de lo visible, había percibido en Jesús a un profeta. Ahora Jesús le revela toda su luz, se revela como el Salvador prometido, y el hombre sano, al postrarse se convierte en su discípulo. El que no veía, ahora ve; el que había sido marginado, ahora integra la comunidad de Jesús; es otra persona a la que encontrarse con Jesús le cambia la vida.
San Pablo nos recuerda que antes éramos tinieblas, y ahora somos luz en el Señor. Por el bautismo hemos sido hecho hijos de la luz; por eso no exhorta a vivir de acuerdo a esa condición y a ser luz de los demás, en bondad, justicia y verdad, buscando hacer lo que agrada a Dios y rechazando lo que nos aleja de Él y nuestros hermanos.
Esto puede resultarnos difícil, por eso el salmista nos recuerda que "el Señor es nuestro pastor" y por eso, "nada nos puede faltar"; Él nos protege, nos guía, nos alimenta... Su bondad y su gracia nos acompañarán siempre.
Por esto pidamos al Señor que nos cure de nuestras cegueras, sobre todo, de aquellas que nos impiden ver el amor y la cercanía de Dios en nuestras vidas. Y a María, Madre de Luz, que
nos ayude a ser como ella, luz para los demás.
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