1ª lectura: Génesis 22,1-2.9a.10-13.15-18; Salmo 116(115),10.15.16-17.18-19; 2ª lectura: Romanos 8,31b-34; Evangelio según San Marcos 9,2-10.
Queridos/as hermanos/as:
¡Qué bueno es Dios!, que hoy nos dice a cada uno "este es mi hijo amado".
En este tiempo de cuaresma, en el que estamos invitados a preparar el corazón para celebrar la Pascua, la Iglesia nos invita este domingo a meditar el misterio de la Transfiguración del Señor. El texto que leemos está dotado de una profundidad digna de análisis.
El episodio sucede en un monte. El monte es en la Biblia el lugar por excelencia para el encuentro con Dios. Los discípulos que acompañan a Jesús, Pedro, Santiago y Juan, son los invitados a acercarse más que los demás a la manifestación de la Persona de Jesús. Ven junto a Jesús a Moisés y Elías. Moisés también tuvo un encuentro con el Señor en un monte: allí Dios le entregó las tablas de la ley, o las señales que nos ayudan a vivir una vida según su Voluntad. Jesús es el nuevo Moisés, que lleva a su plenitud la ley, al condensarla en el mandamiento del amor. Elías, profeta legendario de Israel, también tuvo una manifestación de Dios en el monte, y lo descubrió en un momento de crisis, no en un fenómeno espectacular, sino en una suave brisa. Jesús es, entonces, la síntesis perfecta entre Moisés y la ley, y Elías como gran profeta.
Una vez más, es Pedro el que no puede poner freno a sus impulsos, y sintiéndose tan a gusto en esa situación, pregunta a Jesús si puede hacer tres carpas. Nosotros podemos entender a Pedro; su reacción es normal. ¿Quién de nosotros, cuando se siente bien en algo, no quiere permanecer en esa situación? ¿Cuál es el error de Pedro? El error no es querer permanecer en esa situación de felicidad; el error es querer saltearse etapas, y olvidarse de la misión. Si permanecen en el monte, se evitan la Pasión y la Cruz, y Jesús no sería fiel a su misión, y no nos salvaría. También nosotros, muchas veces nos acomodamos en las seguridades que nos construimos, pero la fe nos pide siempre dar un paso más, y abandonar nuestras seguridades.
De pronto se escucha una voz del Cielo: "Tú eres mi Hijo amado". Gracias al bautismo formamos parte del Cuerpo de Cristo y, en consecuencia, todo lo que se dice de Jesús, se puede decir de nosotros. Gracias al bautismo, hoy Dios nos dice a cada uno de nosotros "Tú eres mi Hijo amado", y así nos revela nuestra más profunda identidad. Frente a un mundo que nos quiere hacer creer que somos máquinas de producción y consumo, frente a tantas personas que nos hacen sentir que no importamos, frente a tantas situaciones que nos hacen dudar de nuestro valor, es bueno recordar que ninguna de estas expresiones nos definen realmente; nuestra identidad más real es la de ser hijos amados de Dios. Si fuésemos realmente conscientes de lo que esto significa, no tendríamos problemas de autoestima, no nos sentiríamos solos ni poco amados.
Finalmente deben bajar del monte. No hay salvación ni Cielo, sin ser fiel a la misión que Dios encomendó a Jesús, fidelidad que pasa por la Cruz. Jesús les ordena no contar lo sucedido a nadie. ¿Por qué lo hace? Un episodio así despertaría la fe de tanta gente. Pero Dios respeta nuestra libertad,y por eso decide seguir revelándose progresivamente, para dejarnos la posibilidad de decidir creer o no en Él; además, generaría la confusión en la gente de creer que Jesús es un súper hombre capaz de solucionar los problemas del mundo, olvidando que su Misión es reconciliarnos con Dios.
La fidelidad de Jesús es lo que rompe las cadenas que nos atan y nos impiden ser felices, como lo sugería el salmista. Por eso, San Pablo nos dice que, en Jesús, Dios nos dio todo.
A este Dios que es tan bueno, vamos a pedirle que nos ayude a seguir tomando conciencia de cuán amados somos por Él; y a María, nuestra Madre, que nos ayuda, vamos a pedirle que nos regale tener un corazón dócil a la acción del Espíritu, para que podamos prepararnos adecuadamente para celebrar la pascua, y poder entender este misterio de un Dios que nos ama hasta entregar su propia vida por nosotros.