1ª lectura: Hechos de los Apóstoles 6,8-10.7,54-60; Salmo 31(30),3cd-4.6.7b-8a.16bc.17; Evangelio según San Mateo 10,17-22.
Queridos/as hermanos/as:
¡Qué bueno es Dios!, que envía su Espíritu para que venga en nuestro auxilio.
Celebramos hoy el martirio de San Esteban, el primer mártir de la Iglesia; el primero en dar la vida por su fe en Jesús.
Esta memoria llega a nosotros como un "contrapunto". Entre los sonidos alegres, festivos y agudos de la Navidad, aparece el tono grave de la muerte. Mientras ayer contemplábamos una escena llena de amor, con la ternura de un recién nacido, el amor incondicional de sus padres, y el tributo de pastores y magos, hoy contemplamos una escena cargada de odio hacia un discípulo de Jesús. Ayer decíamos que el Niño Jesús había experimentado ya desde su nacimiento lo que es el rechazo de tantas puertas que se les cerraron (no hubo lugar para ellos en ninguna posada); hoy, uno de sus discípulos lo experimenta en su forma más extrema. Creo que todo esto reafirma la profundidad del misterio de la Navidad, de un Dios que eligió hacerse uno de nosotros en Jesús, asumiendo toda nuestra naturaleza e integrando nuestros extremos: el amor y el odio, la luz y la oscuridad, la vida y la muerte. En medio de los festejos, celebrar la memoria de Esteban nos invita a tomar conciencia de la seriedad de la vida y la fe; no podemos vivir de manera superficial.
Como leímos en los Hechos de los Apóstoles, Esteban fue una persona que supo configurarse con su Maestro; una persona llena "de gracia y de poder, hacía grandes prodigios y signos en el pueblo", que al igual que Jesús, provocaba "frente a la sabiduría y al espíritu que se manifestaba en su palabra"... "se enfurecieron y rechinaban los dientes contra él". Era tal su relación con Dios, que tuvo la experiencia de contemplar a Jesús sentado a la derecha del Padre en el Cielo. El hecho de dar testimonio de esta experiencia, y de reconocer la divinidad de Jesús, provocó la ira de sus perseguidores, que lo ejecutaron apedreándolo. Una vez más, Esteban hace gala de su identificación con su Maestro: Jesús había dicho en la Cruz "en tus manos encomiendo mi espíritu", y "perdónalos, Padre, no saben lo que hacen"; Esteban dice en el momento de su muerte: "Señor Jesús, recibe mi espíritu", y "Señor, no les tengas en cuenta este pecado".
¿Cómo puede ser que una persona llegue a tener tal serenidad en el momento de su muerte? El salmista nos cuenta el secreto, que guió a Esteban y a tantos cristianos a lo largo de la historia: la clave está en apoyarnos en Dios como la Roca que nos sostiene, el baluarte donde nos encontramos a salvo, el piso firme sobre el cual podemos construir nuestra vida. El saber que Él es fiel, que no nos falla, que nos ama y que nos salva en su misericordia nos permite sentirnos tan seguros como para dar ese salto en la fe que Dios Esteban, capaz de entregar su vida para ganar La Vida.
A este Dios que es tan bueno, vamos a pedirle que nos ayude a crecer en la fe y querer ser cada día más parecidos a Jesús, como lo fue Esteban; y a María, nuestra Madre que nos ayuda, que como nadie supo permanecer firme en la fe a pesar de las dificultades, le vamos a pedir que nos ayude a dar testimonio de este amor de Dios que llena de sentido nuestra vida, en especial, a aquellos hermanos que más lo necesitan.
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